Una mujer valiente
Era el verano de 1936. En el norte de España, en un idílico y apacible paraje rural, una mujer estaba de vacaciones con sus cinco hijos, todos muy niños, felices por compartir una vez más con los abuelos y las tías, como era su costumbre en los meses de verano.
Todos los años la primera parte de las vacaciones las vivía ella sola con sus hijos, pues su marido se incorporaba más tarde. Pero ese fatídico año del 36, las vacaciones del padre de estos niños no llegaron nunca: estalló la guerra civil y muchas familias quedaron incomunicadas unas con otras hasta el final de la guerra. Una antigua película de Jaime Camino, titulada “Las largas vacaciones del 36”, describe con bastante realismo lo sucedido durante esos años en el seno de muchas familias españolas.
Cualquiera puede comprender la angustia de una joven mujer, madre de familia numerosa, al ver que le era del todo imposible restablecer comunicación alguna con su marido en medio del fragor de la guerra. ¿Qué será de él? ¿Dónde estará? Como si hablara con él surgían preguntas de lo íntimo de su ser: ¿Pudiste salir? ¿Estás a salvo? ¿Estás en combate? ¿Has muerto? ¿Qué es de ti?
Los niños, guiados por esta madre fiel creyente, comenzaron a rezar todos los días en forma fervorosa mediante una fórmula que siempre era: “por papá”. Hacían la señal de la cruz y en seguida venía la plegaria del Padrenuestro y Avemaría.
Así un día y otro, sin fallar jamás. Las tías de estos niños, hermanas de la mamá, profesionales ellas y sin hijos, mujeres muy solidarias, todos los meses pasaban el sueldo íntegro de sus remuneraciones a su hermana para colaborar con ella en sus gastos familiares.
¿Quién podía asegurar que a esas alturas esta madre no sería ya una de las tantas viudas de guerra? La falta de noticias se transformaba para ella en una pesadilla que parecía tortura. Hasta el día de su muerte esta madre recordaba que el mejor regalo de su vida fue una carta recibida uno de esos años el mismo día de Navidad: era de su marido, y le decía “Estoy bien”. Saltó de felicidad con la carta, pero no duró mucho el júbilo al comprobar que había sido escrita diez meses antes.
Mujer muy hábil e inteligente había colocado un gran mapa en un lugar espacioso y visible de la casa. Ahí, delante de sus hijos, y a modo de estratega militar, iba clavando banderitas de distintos colores en un lugar y otro del mapa, correspondientes a los avances o retrocesos de unas u otras tropas, según las noticias que iban llegando hasta ella. Decidida y valiente como era, no se quedaba a la espera de los acontecimientos: movía hilos por un lado y otro, activaba contactos sumamente ingeniosos e interesantes, con tal de poder llegar hasta su marido lo antes posible, aunque fuera corriendo los imaginables riesgos.
Terminó por fin la guerra, pasaron los días, y en una ocasión, al llegar los niños a casa, la madre los estaba esperando a la entrada. Los llevó al piso superior y los ubicó de menor a mayor junto a la puerta de una habitación donde se encontraba la gran chimenea, típica de esas casonas antiguas rurales, donde hasta el día de hoy se comparte la convivencia familiar. Solo cuando ella abrió la puerta comenzaron a pasar los niños, tal como estaban, de menor a mayor. El más pequeño, de solo cinco años, se encontró con un señor muy pobre, de pelo blanquísimo, sentado frente a la chimenea. Como niño bien educadito saludó al mendigo al estilo de la época: “buenos días nos dé Dios”.
Lo mismo pasó con su hermana, de algo más de seis años y algo parecido ocurrió con el siguiente. Solo cuando entró el segundo de los hermanos mayores, este gritó: “¡Papáaaaa!”. Y todos los niños se abalanzaron sobre su padre, al que los menores habían confundido con un mendigo.
Esta mujer vivió 103 años en plena lucidez y fue modelo de mujer fuerte y valiente durante toda su vida. En el espacio de una breve columna de revista no hay posibilidad de explayarse en más detalles. En este mes en que celebramos el día de la mujer, quiero, al recordarla a ella, rendir un homenaje a tantas y tantas mujeres fuertes y valientes como ella. La conozco muy bien porque es mi madre.
José Luís Ysern de Arce
Psicólogo